jueves, 20 de septiembre de 2007

El volcán y la cueca

En algún momento secuestraron la cueca. De lo que era volcánico, una hosca y fría montaña con centro de fuego, quedó la pura cáscara desnuda. El misterio sensual, medio andaluz y árabe, desapareció. Por suerte, ahora nos dimos cuenta.
Aunque Yves de la Goublaye de Menerval es francés, tan francés como su nombre, vive en Bolivia. Gran parte de su vida ha transcurrido en ese país y, como funcionario de la UNESCO hasta su reciente jubilación, conoce la cultura boliviana como pocos. Es más, fue quien estuvo tras la nominación de los bailes de Oruro como Patrimonio de la Humanidad.
Dueño de una memoria excepcional, hay que aprovecharlo, pero está aquí en Chile muy de paso porque tiene un hijo en una universidad local. Por supuesto, el tema de las danzas sale en la conversación. Es muy diplomático pero de alguna manera deja traslucir que el trabajo del BAFONA chileno le incomoda; deja ver que sus danzas pascuences le parecen una creación, un invento, "una caricatura", que no son danzas "tradicionales". Y, por supuesto, tampoco las diabladas nortinas... Lo único que le parece valioso, original, de interés internacional, es la cueca.
No es un fanático. Reconoce que en el norte de Chile hay grupos étnicos de origen altiplánico, incluso habitantes del altiplano que tienen todo el derecho de continuar con sus tradiciones, pero le molesta la modificación chilenizante de ellas. Falta investigación, dice. Comenta que son dos los países en América Latina que peor tratan su patrimonio, Costa Rica y Chile. Curiosamente, y en esto no hay casualidades, los dos tienen un alto nivel educacional "internacional".
Bueno, pensemos un poco en esa cueca de la que podemos hablar sin conflictos internacionales. De la Goublaye es el vicepresidente mundial de las asociaciones genealogistas del mundo y, por supuesto, el tema étnico le fascina.
Creo que hay dos modelos cuando hablamos de danzas, los de países donde hay fiestas y los de países que se expresan en la orgía. En los primeros la fiesta está siempre presente, el baile es cotidiano, el cuerpo se vive y se goza, la escultura también es abundante y sensual: como en la India, Italia y Colombia.
Los de la orgía son países más duros, de geografías más complejas. Hay más rigor, más cálculo, más esfuerzo por vivir; el baile no es tan frecuente y se necesita de la orgía para que se liberen las energías y se desaten las pasiones. La cultura tradicional chilena, la del Valle Central, la veo como una síntesis.
Por un lado tuvimos la dura vertiente castellana, áspera y recia, la del pueblo que inventó España e impuso su lengua en toda una variada península. El mismo signo tenían los de Extremadura, forjado en su larguísima guerra contra los árabes. Y también aquí las etnias picunche y mapuche, duras y resistentes, pero también orgiásticas a la hora de soltarse en eventos ocasionales que duraban varios días con abundante comida y bebidas. Si sólo fueran esas nuestras etnias constitutivas, tendríamos una identidad clara y específica.
Pero no hay que olvidar la andaluza. Y ésa es distinta. Es tan fundamental en nuestro origen, que cuando Luis Thayer Ojeda hizo su estudio del origen de los españoles llegados a Chile, le dio el primer lugar con el 20.5%. El andaluz no necesita de orgías; alegre y sociable, sensual y gozador, es de los que vive en fiesta. Es una etnia muy interesante, además, porque sus mismas características lo fueron alejando de la elite gobernante - dura y controladora - para expandirse y fusionarse con abundancia en el medio más popular. Se "chilenizó" con más rapidez.
Como se sabe, el sur de España tuvo a los árabes por casi ocho siglos, por lo que este influjo es muy determinante. Granada, Córdoba y Málaga nos hermanan con el árabe, lo árabe que es factor clave en el modo de ser andaluz.
La cueca original tuvo esa síntesis, entre la fiesta y la orgía, entre el control y el desate. Detrás de la estricta coreografía se colaba el espacio de la creación individual, detrás de los pasos medidos había un avance real sobre la mujer deseada, detrás del pañuelo pudoroso emergía una mirada femenina incitante; como la de una musulmana que, cubierta de pies a cabeza, salvo los ojos, aprendió a decirlo todo en una sola mirada.La cultura oficial, castellana, secuestró la cueca. La hizo fija, difícil, de reglamento. La despojó así de su esencia mestiza y dejó de satisfacernos en ese mismo momento. Se volvió europea, culta, previsible. Un rito reiterado. Ni baile de fiesta ni portal a la orgía.
La estamos recuperando, ahora, y no es casualidad. Es una buena noticia porque significa que estamos recuperando el equilibrio; no somos de la fiesta cotidiana, como en Brasil o Colombia, ni somos francamente orgiásticos. Somos mestizos. A veces nos desesperamos y queremos estar claramente en un extremo, pero es negar nuestra historia, nuestro origen étnico, nuestra identidad.
La cueca original tuvo esa riqueza única y propia. Por eso la celebra el experto francés, De la Goublaye. En ella se lee un modo de estar en el mundo, y no es casualidad que Gabriela Mistral escogiera para nosotros el símbolo del volcán. Somos una montaña hosca, fuerte, de cabeza fría de nieve y hielos, que contiene ardiente fuego en su interior. Un hombre que gira como si bailara solo, pero que no pierde de vista a la mujer que desea; una mujer altiva, casi indiferente, pero capaz de pasar a la acción - ojos incendiarios - cuando así lo desea.

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